Por Jorge Sáinz de Baranda
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¿Quién no ha utilizado alguna vez, salvo que sea sueco, la expresión «hacerse el sueco»? Por si no lo sabían, el origen de la misma no está en que nuestro interlocutor sea originario del país nórdico y no entienda -o simule no entender- nuestro idioma. El origen parece que proviene del latín succus, que significa, entre otras cosas, «tronco de árbol», palabra de la que luego derivan otras como zueco y zoquete, que es un tarugo de madera corto y grueso -si quitamos lo de madera, me vienen a la mente varios-.
También hay autores que apuntan a otros orígenes de la cita, y se la atribuyen a Napoleón en sus intentos infructuosos de negociar con un diplomático sueco, que fingía no entenderle para así no acceder a lo que el emperador le pedía, o a los habitantes de la ciudad valenciana de Sueca, que eran tildados de ignorantes cuando iban a la capital, ya fuera porque no entendían o porque, seguramente, no querían entender.
Pero, en definitiva, es una frase que utilizamos para referirnos a alguien que se hace el sordo o finge no comprender la situación para, de ese modo, poder hacer lo contrario a lo que debe.
Y, en nuestra historia de hoy que acaba en el Tribunal Superior de Justicia de Madrid, me da la impresión de que se hacen los suecos, sin serlo, tanto los contribuyentes como la Administración, cada uno en el sentido que le interesa. Y si no, vean lo que ha ocurrido…
Corría el año 2016 cuando parte de los protagonistas -ya no sé si los buenos, los feos o los malos-, elevan a escritura pública un contrato privado de promesa de compraventa por el que las partes se obligaban a llevar a cabo una futura compra de un parking, por importe de 75.000 euros, que se haría en el momento en que el vendedor lograse poner a su nombre en el Registro de la Propiedad la plaza de garaje. Para ello se dan un plazo de 100 días -y quinientas noches-, sin que se entregue cantidad alguna como precio de dicha promesa de compraventa.
Y aquí aparece los primeros «suecos», los intervinientes en el contrato, que, a pesar de elevarlo a público, no liquidan impuestos pues consideran que no hay nada que tributar, pues nada se ha entregado del futuro precio.
Cuando la Administración recibe la escritura -recuerden los «escaqueitors profesionales» que los notarios están obligados a remitir a Hacienda los protocolos-, ésta gira una liquidación por no haber presentado la correspondiente autoliquidación, y calcula la cuota sobre toda la base del precio de la futura compraventa, esto es, los 75.000 euros, a pesar de que, evidentemente, no se ha entregado «ni un duro». Y eso le supone al contribuyente una cuota de 4.875 euros, más la sanción correspondiente.
Ya tenemos, por tanto, otros «suecos» -esto empieza a parecer el grupo Abba…-.
Y frente a esa liquidación, se presenta una reclamación en la que la primera de las cuestiones alegadas es que no ha existido una compraventa como tal, sino una promesa de compraventa futura, que no es lo mismo; y además sujeta a una condición, por lo que se podría entender que se concierta bajo una condición suspensiva que, conforme al artículo 2.2 de la Ley del Impuesto, conllevaría que no se devengase el tributo hasta que ésta condición se cumpliese -con la eterna discusión de si estamos ante una condición suspensiva o resolutoria-.
El segundo motivo, más de peso, es que no ha existido pago alguno de precio por la promesa de compraventa, por lo que, de tener que considerarse alguno, se debe acudir al apartado 5 del artículo 50 del Reglamento de Transmisiones Patrimoniales, que establece que, en las promesas y opciones de contratos sujetos al impuesto, se tomará como base el precio especial convenido, y a falta de éste, o si fuere menor, el 5 por 100 de la base aplicable a dichos contratos.
Por tanto, no existiendo precio convenido por la promesa, y solo por la compraventa futura, como máximo la base sería el 5% de los 75.000 euros. O lo que es lo mismo, una base de 3.750 euros y una cuota de 243 euros, una diferencia sustancial con la cuota rapiñada.
El TEAR de Madrid, que además también lo debe ser de Suecia, increíblemente -o no tanto- le da la razón a la Administración, de forma que tiene que ser en vía contenciosa cuando el Tribunal Superior de Justicia pone un poco de cordura y le recuerda a Hacienda, con un tono severo, que «se desconoce por qué la Administración sostiene que el contrato privado de promesa de venta ha fijado un precio para tal promesa y que es oneroso, puesto que no consta ni precio razonable en tal sentido, ni entrega de ningún dinero en dicho momento ni en la escritura pública», revocando la resolución tanto de la Administración Tributaria como la del TEAR.
A pesar del final de la historia, la moraleja es que hay que conocer bien la naturaleza, consecuencias y fiscalidad de figuras distintas entre sí como son la opción de compra, las arras o las promesas de venta, ya sean en documento privado o escritura pública, ya que una cosa es «hacerte el sueco» y otra muy distinta es «hacer el indio». No sé si saben lo que les quiero decir…
Artículo original publicado en el diario digital mallorcadiario.com . Léelo directamente en mallorcadiario a través de este enlace